Feministas en Chile, una historia por conocer


veronicaU latercera

Habitualmente se ha asociado feminismo con acceso a derechos. Y, efectivamente, la lucha por la igualdad de derechos civiles, laborales y políticos de las mujeres ha sido parte fundamental de su historia. Hace sólo cuatro días se escribió una de sus páginas, cuando el Congreso aprobó la paridad de género en el proceso constituyente que tenemos frente a nosotros. 

 
Sin embargo, debemos recordar que una de las batallas más relevantes fue la del reconocimiento de la igualdad intelectual. Esto último iba más allá del acceso a la instrucción formal, pues significaba nuestro reconocimiento –al menos teórico– como sujetos racionales y capaces de construir conocimiento. Al mismo tiempo, esto marcó el eje del feminismo: el cuestionamiento de la identidad femenina, el pensar qué significa ser o, más bien, hacerse mujer a lo largo de nuestra historia. Sólo comprendiendo las dimensiones intelectuales del feminismo podremos entender por qué este se ha escindido en múltiples “corrientes” tanto ahora como en el pasado. No podemos seguir hablando de feminismo en singular.

En esa disputa intelectual participaron las primeras directoras de periódicos femeninos, como Lucrecia Undurraga, y las directoras de liceos femeninos, como Isabel Le Brun y Antonia Tarragó, quienes presionaron por la promulgación del “decreto Amunátegui” que, en 1877, permitiría a las mujeres acceder a la universidad. Allí también estuvo la notable Martina Barros Borgoño, quien en 1872 y con sólo 22 años tradujo The Subjection of Woman, de John Stuart Mill, generando revuelo social.

Estas y otras agencias femeninas irían minando, aunque a paso lento, los discursos patriarcales que nos catalogaron como sujetos de “ingenio quebradizo” –es decir, prácticamente tontas–, como lo hizo Fray Luis de León en el siglo XVI. Ya en el siglo XIX, estos discursos nos consignarían como “irracionales” y de “naturaleza nerviosa”, consagrando nuestra supuesta disposición a la sensibilidad y a la “excitación excesiva”. 

El “paso” de las mujeres desde la nimia charla privada al “elevado lenguaje” de la política pública masculina –como ha planteado Mary Beard–, requirió tanto de preparación intelectual como de igualdad civil. La escritora Inés Echeverría (Iris) acertadamente indicaba, en los albores del siglo XX, que el voto femenino no sería totalmente libre hasta que los bienes de la mujer casada dejaran de depender del esposo. Por ello, la incapacidad relativa de la mujer casada fue, desde 1934, objeto de múltiples reformas propiciadas por diversas asociaciones femeninas como el Círculo de Lectura, fundado por Amanda Labarca, y el Club de Señoras, organizado por Delia Matte.

El esfuerzo fue colectivo y no sólo desarrollado por agrupaciones femeninas vinculadas a la élite o a la clase media ilustrada, sino también por organizaciones de obreras. Los nombres de Esther Valdés de Díaz, líder de la Asociación de Costureras fundada en 1906, o de Carmela Jeria, directora del periódico obrero La Alborada (1905-1907) son prácticamente desconocidos para el público general, pese a su relevancia en la defensa de los derechos de las trabajadoras. Tampoco figuran en el imaginario actual un conjunto de mujeres que se identificaron, aunque con disensos internos, como “feministas católicas” en torno a 1918. Ellas fueron activas defensoras de los derechos de las mujeres y de la Iglesia, en un contexto de secularización y profundas desigualdades socioeconómicas. 

Desde una vereda política distinta, el MEMCH (Movimiento Pro-Emancipación de las Mujeres de Chile), bajo el liderazgo de mujeres intelectualmente brillantes como Elena Caffarena, sería determinante en la obtención del derecho a voto femenino, en 1949, para las elecciones presidenciales y parlamentarias. Desde entonces han sido muchas las mujeres que, combinando activismo y reflexión profunda –como Julieta Kirkwood–, han contribuido a la tan anhelada igualdad de género en Chile. La diversidad de feminismos del presente y del pasado contribuye y ha contribuido a la construcción de una sociedad en la que todas y todos nos sintamos incluidos.


Por Verónica Undurraga
Instituto de Historia UC



Columna publicada en EMOL: 8.03.2020