“Los rostros de la violencia en la historia de Chile”, por Verónica Undurraga


veronicaU laterceraReproducimos el artículo “Los rostros de la violencia en la historia de Chile”, escrita por nuestra profesora Verónica Undurraga, publicada recientemente en el último número especial de Revista Universitaria "18 de oct. Chile frente al descontento".

Es probable que en los últimos treinta años la prensa chilena no haya recogido tantas veces el concepto “violencia” como en los últimos meses. ¿Es posible escindirla de las manifestaciones sociales? ¿La hemos naturalizado? ¿Podemos distinguir entre una violencia legítima y otra ilegítima? ¿Quiénes son sus protagonistas? ¿Qué ocurrió con el imaginario de Chile como un país “ordenado”, un ejemplo en la región?

Desde la perspectiva de quien se ha preocupado de estudiar la violencia a través de la historia de Chile, este protagonismo discursivo ha sido interesante. Sin embargo, parte importante de las opiniones expresadas en el espacio público llevan consigo una relevante carga ideológica y política. A la vez, han sido pocas las que han situado su reflexión en el marco del “tiempo largo”, de la “larga duración”, como diría Fernand Braudel. Este es justamente el ejercicio que propongo en el presente escrito, cruzado por perspectivas de historia cultural y de género que, por cierto, dialogan con la historia política de nuestro país.


LA NOCIÓN DE ORDEN

El Diccionario de autoridades, primer repertorio lexicográfico realizado por la Real Academia Española entre 1736 y 1739, entendía “violencia” como la “fuerza o ímpetu en las acciones” que alteraba el “estado natural” de los contextos sociales y de las disposiciones personales (RAE, 1739). Somos herederos, por tanto, de una tradición intelectual occidental ilustrada que asocia este concepto a una situación de quiebre, que supone la preexistencia de un estado “normal” o “naturalmente ordenado”.

Asimismo, dicha situación de “orden” remitía a un deber-ser de las cosas que estaba refrendado por disposiciones divinas (RAE, tomo V). El orden era, dentro de esta representación, una creación de Dios. La importancia de la noción de “orden” nos ha acompañado a lo largo de la historia de Chile. Este ha sido un ideal anhelado, que “sedujo” a las elites durante el siglo XIX (Stuven, 2000). Sin embargo, el orden efectivo no se relacionó necesariamente con el consenso social –y las polémicas discursivas inherentes a él– de la clase dirigente.

Hemos nacido de un proceso de conquista, con todo lo que ello implica desde el punto de vista del ejercicio de la fuerza, de la subyugación sexual y de la dominación cultural. Es más, dentro del Imperio español fuimos uno de los territorios más peligrosos, con un “enemigo interno” –el pueblo mapuche– que jamás se dejó subyugar y cuyo territorio cercenaba en dos la Gobernación de Chile. Sin embargo, el devenir y las prácticas sociales nos hicieron “naturalizar” esa fractura interna y la historiografía incluso nos ha hablado de la existencia de una “sociedad fronteriza” rica y dinámica, en torno y en el marco de ese territorio. Luego, a fines del siglo XIX ese espacio fue anexado a través de un proceso violento, que durante muchos años nos esforzamos en llamar “pacificación de la Araucanía”.

La sociedad colonial puede entenderse como una “sociedad de dominación”, nacida de la imposición de pequeños grupos por sobre grandes masas de población. A la vez, la debilidad del Estado metropolitano en Chile colonial llevó a las autoridades a compartir la tarea de perpetuación del orden con las élites locales, con lo cual las relaciones de dependencia personal constituyeron el principal mecanismo de control y de orden social. El jefe de familia, y desde la prerrogativa de su honor, ejercía su poder tanto sobre su esposa e hijos como sobre sus esclavos, criados y demás “domésticos”, pudiendo castigar sus comportamientos (Undurraga, 2012).

Es a partir de las últimas décadas del siglo XVIII cuando se observan intentos más efectivos de control de la población por parte de las autoridades hispanas. Esto se manifestó, por ejemplo, en la promulgación de bandos de policía –o “de buen gobierno”– y en la creación de cuerpos militares con funciones de policía, como ocurrió en 1760 con el Cuerpo de Dragones de la Reina Luisa. La instauración de las Intendencias en 1783 y la política de fundación de nuevos centros urbanos, propiciaron los mismos objetivos.

Si bien, la historiografía ha discutido la efectividad de estas últimas políticas, existe consenso en cuanto a que el disciplinamiento de la población fue un ejercicio permanente a lo largo de nuestra historia. Es más, si durante la así llamada “República autoritaria” no hubiese existido desorden social –calificado por los gobernantes como “desbordes”, “tumultos” o “desenfrenos de la plebe”–, no habrían sido necesarias las políticas de despolitización popular y las estrategias represoras del periodo portaliano (Pinto y Valdivia, 2009). De todos los conflictos del siglo XIX, sin duda la guerra civil de 1891 fue la que cobró más víctimas. Tanto el siglo XIX como el XX está jalonado de insurrecciones y conflictos violentos y, en ese marco, es relevante constatar que las constituciones de 1833, 1925 y, por cierto, la de 1980 se fraguaron en o luego de situaciones de violencia.


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FUENTE: Revista Universitaria, Nº 158, Marzo  2020


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