La Presidencia de la República en la historia de Chile


 

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Destacamos la columna de opinión “La Presidencia de la República en la historia de Chile”, publicada recientemente en Ciper Académico por nuestro profesor Rafael Sagredo.

¿Un presidente con escaso respaldo y reconocimiento público es un problema para Chile? En este interesante texto el historiador Rafael Sagredo examina el papel de la presidencia en nuestra historia. Explica que el cargo nació asociado a la protección de las libertades de los ciudadanos, luego se transformó en la encarnación del orden público y más tarde, antes de 1891, fue considerado como una amenaza para la libertad. Detalla cómo el descrédito político y social del presidente Balmaceda condujo a la guerra civil y sostiene que el mismo debilitamiento de la presidencia ante la opinión pública antecedió a la crisis de 1973.

 

Reproducimos el artículo completo a continuación.

 

El presidente de la república concentra la atención de la opinión nacional por el poder que detenta, las representaciones que se le atribuyen, las expectativas que despiertan sus actuaciones, y porque en tiempos de crisis, se hace todavía más elocuente que la ley y la historia han depositado en él o ella la conducción de la comunidad.

Recurriremos a la Historia, en particular a lo ocurrido en el siglo XIX, para explicar la centralidad de la presidencia en la república y, así, ofrecer antecedentes para analizar la situación actual de nuestra sociedad a través de la representación de esta institución. Creemos que el caso de Balmaceda bastará para ejemplificar los efectos de la devaluación política y social de la presidencia, fenómeno que se repitió en 1973 y con el mismo dramático fin.

La historia de Chile refleja que el papel y significado de la presidencia de la república en el sistema político y social es de tal magnitud, que en las ocasiones en que ésta, y quien la encarna, han sido juzgados por la opinión pública como un obstáculo para la libertad y la convivencia, no importando si con razón o no, la institucionalidad republicana se ha quebrado. Así ocurrió en 1891 y, también, en 1973.


LA REPRESENTACIÓN ORIGINAL

En los albores de la república el nombre utilizado para designar al Jefe de Estado fue el de Director Supremo. Las luchas y avatares de la independencia explican una denominación que no alude a la existencia de un ambiente plenamente republicano. Por el contrario, esta designación refiere a que una sola persona domina y ejerce el poder en un régimen de contornos imprecisos y apremiado por las urgencias militares.

Las alternativas que terminaron con el cambio de nombre del jefe del Poder Ejecutivo representan una ilustrativa oportunidad para conocer el significado que, original e idealmente, se atribuyó a la denominación Presidente de la República.

El nuevo título se instituyó en 1826, luego de la renuncia del Director Supremo Ramón Freire, cuando el Congreso Nacional convocado para discutir una nueva constitución política se vio obligado a resolver el problema de la sucesión del Jefe de Estado. En la discusión que motivó el asunto, unos hablaban de la “elección de presidente”, algunos de la de “supremo magistrado” y otros de la de “Director o Presidente”; todo en medio de un debate sobre si el sistema federal o el unitario era la mejor forma de organización para el país.

Una explicación para la indefinición sobre el nombre del Jefe de Estado es la que ofreció el diputado Domingo Eyzaguirre: “Si la república se declara por el sistema federal será presidente el que rija, y si por el unitario, Director”, proponiendo diferir la cuestión hasta la promulgación de la nueva Constitución. Como el Congreso que decidió el cambio fue el mismo que dictó las leyes federales, se puede sostener que el nombre de presidente para el Jefe de Estado estuvo asociado también al federalismo. En este contexto, y considerando que el sistema federal fue visto entonces como el que mejor garantizaba la libertad y la prosperidad, resulta que desde sus orígenes la Presidencia de la República fue concebida como garantía para los valores asociados a ella.

Así, desde la época de la independencia el título de Presidente pretendió representar la consolidación de la existencia republicana del país, la libertad y la materialización de la división de los poderes públicos, esto último, uno de los requisitos fundamentales del régimen representativo.

Expresión de lo afirmado son los conceptos emitidos al momento de investirse al mandatario electo Manuel Blanco Encalada. En la oportunidad, José Ignacio Cienfuegos, presidente del Congreso Nacional le advirtió: “El destino elevado que ahora ocupáis es únicamente para que, como padre de la unión chilena y jefe de un pueblo libre, procuréis conservar y defender sus sagrados derechos y la libertad política que, con su sangre y por medio de tantos sacrificios, ha conseguido, para que, conforme a las leyes que sus representantes dicten, lo gobernéis, y que, sin traspasar un punto los límites del poder, no os ocupe otra cosa que dicha prosperidad”.

El carácter republicano de la institución que Blanco Encalada asumía fue reiterado por Cienfuegos al expresarle: “Tened presente que no sois un árbitro, sino un magistrado sujeto a las leyes, y que el primer paso que diereis contra la opinión y la voluntad general será un delito del que os haréis responsable a la nación y al mismo Dios, ante quien lo habéis jurado”.

Junto con el énfasis republicano de la nueva institución, el representante del Congreso aludió a la confianza que despertaba la noción de Presidente y a la protección que la sociedad espera de él: “Confiamos, pues, que como padre, le proporcionaréis recursos capaces de aliviarla en sus presentes apuros; que procuraréis terminar todos sus males que, por tan dilatado tiempo, nos han afligido; y que haréis lo posible, a fin de que se unan las voluntades, para que, gozando de paz, quietud y tranquilidad, lleguemos a aquel grado de felicidad a que es acreedora una nación que con tanta constancia ha luchado por alcanzarla”.

Fue la inestabilidad que se experimentó luego de la abdicación de Bernardo O’Higgins, cuando se sucedieron los gobiernos y caudillos en medio de una situación de crisis política, económica y social, la que llevó a circular con cada vez más frecuencia conceptos que aludían a la “república indivisible”, al riesgo de su “disolución”, a la “desmembración” y a la anarquía. Anuncios de peligros inminentes que amenazaban a la patria, a las personas y a los bienes, y que estimularon la aparición, desde por lo menos 1826 en adelante, de llamados a otorgar poderes extraordinarios al ejecutivo para sofocar la anarquía, evitar innovaciones consideradas peligrosas, combatir ideas juzgadas peregrinas, eludir las intrigas y aplacar las pasiones.

La urgencia de establecer una administración sólida fue uno de los principales objetivos de los constituyentes que, luego del triunfo conservador en 1830, redactaron la Constitución de 1833. La nueva carta fundamental hizo del Jefe de Estado un poder omnímodo, verdadero monarca bajo formas republicanas, cuyas atribuciones diluían la separación de poderes. Al presidente de la República se le confió “la administración y gobierno del Estado”; y su autoridad se extendió a todo cuanto tenía por objeto la conservación del orden público en el interior. Incluso el presidente Joaquín Prieto, al promulgar la Constitución, advirtió: “No omitiré género alguno de sacrificios para hacerla respetar”.

De esta manera, y desde temprano en la vida republicana, la figura del Jefe de Estado se asoció también con el propósito esencial de hacer guardar la ley y la tranquilidad como garantía de la existencia republicana. Interpretación perfectamente consecuente con las características del régimen político instaurado en 1830, uno de cuyos objetivos supremos fue asegurar el orden gracias a la existencia de una autoridad fuerte.

La valoración de la estabilidad política y social se reflejó también en los mensajes a través de los cuales los gobernantes rindieron cuenta al país de su gestión anual. Por ejemplo, Joaquín Prieto durante su mandato comenzó sus discursos ante el Congreso con frases que recordaban la vigencia de “la tranquilidad interior” o “la permanencia del orden establecido”. El que incluso algunos juzgaron amenazado a raíz de la ausencia del Jefe de Estado. Así ocurrió en 1853 cuando el presidente Manuel Montt emprendió una gira hacia Concepción que lo mantuvo meses fuera de la capital. Considerando el papel que la comunidad atribuía al presidente de la república, el sólo anuncio de su partida suscitó temores y críticas en una sociedad, como la santiaguina, acostumbrada a su presencia.

La prensa capitalina se hizo eco de los rumores que advertían “que la ida de S.E. nos costará tal vez el sacrificio de nuestra tranquilidad”. Aprensiones infundadas, que de hecho no se materializaron, pero que reflejan la seguridad que la sola presencia de la autoridad entregaba. Los recelos que el viaje gubernamental despertó se explican si se considera que entonces el presidente no sólo era el ciudadano que administraba el Estado, para la mayor parte de los habitantes del país era la encarnación misma del orden, la estabilidad y la seguridad. La representación de la dominación absoluta e impersonal de la autoridad que todos veneraban, según explica Alberto Edwards en su obra La fronda aristocrática.

 

LA DEVALUACIÓN DE LA PRESIDENCIA Y SUS CONSECUENCIAS

En la fotografía que reproducimos, José Manuel Balmaceda aparece con la banda presidencial terciada sobre su pecho, símbolo inequívoco que el retrato no es sólo del individuo, sino también del presidente de la República, en este caso, encarnado por Balmaceda. En la imagen, la personalidad y la institución representadas aparecen dignas, altivas, fuertes, respetadas.

Hasta el primer semestre de 1889, fecha en que comienzan los enfrentamientos más serios con la oposición atrincherada en el Congreso Nacional, Balmaceda es apreciado como una personalidad política positiva que transfomó la presidencia y su poder en un agente de progreso. Un “ilustre viajero” que recorrió el país preocupado de los problemas nacionales, acercando con ello la figura presidencial al pueblo y a la provincia pues, es conocido, que recorrió el territorio entre Tarapacá y la Araucanía en numerosas ocasiones, como se puede apreciar en nuestro libro Vapor al norte, tren al sur. El viaje presidencial como práctica política en Chile. Siglo XIX.

Una de las características que se reconoció en Balmaceda fue su interés por estudiar en terreno los problemas nacionales. Para algunos, incluso, no estaba más que cumpliendo con sus obligaciones pues, como se afirmó en un periódico en marzo de 1889, “el primer deber de un gobernante es visitar el territorio que ha de dirigir, para estudiar de cerca sus necesidades y sus recursos, sus costumbres y sus aspiraciones legítimas”. En este contexto, el jefe supremo de la nación fue recibido con alegría y entusiasmo en cada una de las poblaciones que visitó junto con su comitiva. En ellas, fue objeto de homenajes y reconocimientos por su trabajo y esfuerzo en pro del bienestar de la nación.

Pero la popularidad de Balmaceda no se sustentó sólo en las obras públicas que promovió. También en una acción de difusión y propaganda que el propio gobierno y el presidente llevaron adelante. Una práctica que terminó siendo censurada por algunos medios que vieron en la actuación de Balmaceda únicamente el afán personal por “dejar su nombre a la posteridad”; una crítica que luego se extendió al considerado desmedido programa de construcciones públicas y, de ahí, a la actuación política del Jefe de Estado, en particular, su pretendida intención de nominar a su sucesor.

La prensa cuestionó cada vez más duramente al gobierno, y especialmente a su cabeza, el presidente, por sus promesas incumplidas, entre ellas, las relativas a la libertad electoral; pero también por la actitud asumida por Balmaceda, el cual, según un opositor, “con el sólo hecho de terciarse la banda tricolor se hizo soberbio, altivo y despótico”, dejándose cegar por la vanidad.

La crítica ganó terreno y, también, cuestionó la administración en su conjunto. Por su prodigalidad, su ligereza para repartir los fondos públicos y, en definitiva, el riesgo de un gobierno rico en un país pobre. La noción, difundida por la prensa, del aprovechamiento político de los recursos fiscales en beneficio de la política gubernamental fue un cuestionamiento que socavó la imagen de Balmaceda y de la Presidencia.

Ejemplo de la preocupación por las situaciones que comenzaban a transformar al presidente en una figura por sobre la ley, más ligada a la majestad real que a la dignidad republicana, es el vocabulario cortesano que los periódicos comenzaron a utilizar al explicar que “los séquitos reales y los voceros de corte son siempre los encargados de pregonar las virtudes y de revelar a los vasallos las cualidades ignoradas de sus príncipes”. Príncipe, Balmaceda, que fue representado como un sujeto lleno de vicios y faltas, y calificado de “hombre malo”, “bribón” o “abyecto”. Al que, como lo muestran los grabados populares de la época, hasta el mismo diablo encerró por “criminal”.

La evolución que sufrió la imagen presidencial explica que, en la segunda mitad de la administración Balmaceda, la que se evaluó por sus adversarios como conducta autoritaria y arbitraria del gobernante, entre otros por sus continuos viajes y actitudes, haya sido suficiente para que se calificara su régimen como dictatorial. Entonces el Congreso Nacional pretendió, con éxito, aparecer ante el país como el defensor del régimen republicano frente a la amenaza del dictador, ahora encarnado en el presidente Balmaceda y su política.

A fines del siglo XIX la imagen presidencial y su papel en la sociedad había cambiado sustantivamente. Si en la década de 1830 se pensó que sólo un presidente fuerte, dotado de plenos poderes como los otorgados por la Constitución de 1833, sería la garantía del orden y la estabilidad y del propio régimen republicano; en la segunda mitad del siglo, y a consecuencia de la expansión experimentada por el país, la concepción de la jefatura del Estado evolucionó y la Presidencia y sus representantes comenzaron a ser percibidos por la opinión como los grandes obstáculos para la plena vigencia del régimen republicano.Paralelo a este fenómeno de devaluación de la presidencia, el Congreso Nacional y los legisladores comenzaron a ser apreciados y representados como los defensores de la libertad, los garantes de un régimen republicano constantemente amenazado por la omnipotencia presidencial que, en el caso de Balmaceda, se vinculó también a sus prácticas políticas, a su persona y a rasgos de su carácter.Balmaceda, que sacrificó su vida en defensa de los principios republicanos, jamás percibió que tanto él como la institución que personificaba se habían transformado ante la opinión pública en el gran obstáculo para la existencia en libertad, independiente incluso si esa imagen era real o no. Ajeno a las interpretaciones sobre su quehacer e intenciones, no ponderó el efecto de sus actos entre la opinión y persistió en su conducta.Sus oponentes, por su parte, no advirtieron que, al socavar la institución presidencial, era toda la institucionalidad republicana la que se ponía en riesgo pues, para disminuir a Balmaceda, se alentó la polarización y no se omitieron medios para desacreditarlo, fueran ciertas o no las acciones e intenciones que se le atribuyeron. Cumpliendo, entre otros actores, la prensa y el debate parlamentario un decisivo papel como instigadores de la división, como también ocurrió antes de 1973.

Tras el fenómeno que advertimos para el siglo XIX se encuentra la evolución política del país. Esa que llevó a una creciente intervención del presidente en la lucha política diaria, que hizo posible la ampliación de la participación ciudadana y que posibilitó la expansión de medios de comunicación como la prensa. Hechos todos que acercaron la figura presidencial a la población nacional, contribuyendo a su “humanización” y a la masificación de su figura. Incluso el propio Balmaceda, a través del contacto que le proporcionaron sus desplazamientos a provincia, fomentó el proceso.

Los viajes protagonizados por Balmaceda contribuyeron a la desacralización de la imagen presidencial al hacer cotidiana la figura del Primer Mandatario en medio del pueblo y la ciudadanía. Pero, sobre todo, al poner de manifiesto que el poder del Jefe de Estado, en último término, dependía del grado de adhesión que éste logrará suscitar en la opinión pública, en especial después que -en el plano institucional- su situación había sido severamente disminuida por las reformas legales y las prácticas parlamentarias.

La oposición a Balmaceda decidió combatirlo en el mismo terreno en el que éste, con sus viajes, había obtenido espectaculares muestras de adhesión popular. Apelando a la opinión pública, como el presidente también lo había hecho, la erigió como la única entidad legitimadora del quehacer político, por sobre la ley y la constitución, alentando, además, la insubordinación. Desató así una campaña, fundada en actos, dichos y actitudes exhibidos por el gobernante, que provocó la derrota final del Jefe de Estado, pero también el quiebre de la legalidad pues, al contribuir a socavar la imagen de la Presidencia de la República, no previó, como también ocurriría en el siglo XX, que estaba resquebrajando la institucionalidad republicana.

Las experiencias que culminan en 1891 y 1973 son un antecedente importante. Aunque la historia no se repite, la trayectoria nacional permite vislumbrar la responsabilidad de la autoridad de ejercer sus atribuciones sin dar lugar a interpretaciones equívocas sobre la naturaleza republicana de sus actos e intenciones, así como las posibles consecuencias de una política sólo destinada a socavar el prestigio de instituciones políticas esenciales.



Publicado en Ciper 8.08.2020

 

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